Home Contáctenos








04/04
San Isidoro de Sevilla
Queridos hermanos y hermanas: Hoy quisiera hablar de san Isidoro de Sevilla: era hermano menor de Leandro, obispo de Sevilla, y gran amigo del Papa Gregorio Magno. Esta observación es importante, pues constituye un elemento cultural y espiritual indispensable para comprender la personalidad de Isidoro. En efecto, le debe mucho a Leandro, persona muy exigente, estudiosa y austera, que había creado en torno a su hermano menor un contexto familiar caracterizado por las exigencias ascéticas propias de un monje y por los ritmos de trabajo exigidos por una seria entrega al estudio.

Además, Leandro se había preocupado por disponer lo necesario para afrontar la situación político-social del momento: en aquellas décadas los visigodos, bárbaros y arianos, habían invadido la península ibérica y se habían adueñado de los territorios que pertenecían al Imperio Romano.

Era necesario conquistarlos a la romanidad y al catolicismo. La casa de Leandro y de Isidoro contaba con una biblioteca sumamente rica de obras clásicas, paganas y cristianas. Isidoro, que sentía la atracción tanto de unas como de otras, aprendió bajo la responsabilidad de su hermano mayor una disciplina férrea para dedicarse a su estudio, con discernimiento. En la sede episcopal de Sevilla se vivía, por tanto, en un clima sereno y abierto.

Lo podemos deducir a partir de los intereses culturales y espirituales de Isidoro, tal y como emergen de sus mismas obras, que comprenden un conocimiento enciclopédico de la cultura clásica pagana y un conocimiento profundo de la cultura cristiana. De este modo se explica el eclecticismo que caracteriza la producción literaria de Isidoro, el cual pasa con suma facilidad de Marcial a Agustín, de Cicerón a Gregorio Magno.

La lucha interior que tuvo que afrontar el joven Isidoro, que se convirtió en sucesor del hermano Leandro en la cátedra episcopal de Sevilla, en el año 599, no fue ni mucho menos fácil. Quizá se debe a esta lucha constante consigo mismo la impresión de un exceso de voluntarismo que se percibe leyendo las obras de este gran autor, considerado como el último de los padres cristianos de la antigüedad.

Pocos años después de su muerte, que tuvo lugar en el año 636, el Concilio de Toledo (653) le definió: "Ilustre maestro de nuestra época, y gloria de la Iglesia católica". Isidoro fue, sin duda, un hombre de contraposiciones dialécticas acentuadas. E incluso, en su vida personal, experimentó un conflicto interior permanente, sumamente parecido al que ya habían vivido san Gregorio Magno y san Agustín, entre el deseo de soledad, para dedicarse únicamente a la meditación de la Palabra de Dios, y las exigencias de la caridad hacia los hermanos de cuya salvación se sentía encargado, como obispo.

Por ejemplo, sobre los responsables de la Iglesia escribe: "El responsable de una Iglesia (vir ecclesiasticus) por una parte tiene que dejarse crucificar al mundo con la mortificación de la carne, y por otra, tiene que aceptar la decisión del orden eclesiástico, cuando procede de la voluntad de Dios, de dedicarse al gobierno con humildad, aunque no quisiera hacerlo" (Libro de las Sentencias III, 33, 1: PL 83, col. 705 B).

Y añade un párrafo después: "Los hombres de Dios (sancti viri) no desean ni mucho menos dedicarse a las cosas seculares y gimen cuando, por un misterioso designio divino, se les encargan ciertas responsabilidades... Hacen todo lo posible para evitarlas, pero aceptan aquello que no quisieran y hacen lo que habrían querido evitar. Entran así en el secreto del corazón y allí, adentro, tratan de comprender qué es lo que les pide la misteriosa voluntad de Dios.

Y cuando se dan cuenta de que tienen que someterse a los designios de Dios, agachan la cabeza del corazón bajo el yugo de la decisión divina" (Libro de las Sentencias III, 33, 3: PL 83, col. 705-706). Para comprender mejor a Isidoro es necesario recordar, ante todo, la complejidad de las situaciones políticas de su tiempo, que antes mencionaba: durante los años de la niñez había tenido que experimentar la amargura del exilio.

A pesar de ello, estaba lleno de entusiasmo: experimentaba la pasión de contribuir a la formación de un pueblo que encontraba finalmente su unidad, tanto a nivel político como religioso, con la conversión providencial del heredero al trono, el visigodo Ermenegildo, del arrianismo a la fe católica. Sin embargo, no hay que minusvalorar la enorme dificultad que supone afrontar de manera adecuada los problemas sumamente graves, como los de las relaciones con los herejes y con los judíos.

Toda una serie de problemas que resultan también hoy muy concretos, si pensamos en lo que sucede en algunas regiones donde parecen replantearse situaciones muy parecidas a las de la península ibérica del siglo VI. La riqueza de los conocimientos culturales de que disponía Isidoro le permitía confrontar continuamente la novedad cristiana con la herencia clásica grecorromana. Más que el don precioso de la síntesis, parece que tenía el de la collatio, es decir, la recopilación, que se expresaba en una extraordinaria erudición personal, no siempre tan ordenada como se hubiera podido desear. En todo caso, hay que admirar su preocupación por no dejar de lado nada de lo que la experiencia humana produjo en la historia de su patria y del mundo. No hubiera querido perder nada de lo que el ser humano aprendió en las épocas antiguas, ya fueran éstas paganas, judías o cristianas.

Por tanto, no debe sorprender el que, al perseguir este objetivo, no lograra transmitir adecuadamente, como él hubiera querido, los conocimientos que poseía, a través de las aguas purificadoras de la fe cristiana. Sin embargo, según las intenciones de Isidoro, las propuestas que presenta siempre están en sintonía con la fe católica, defendida por él con firmeza. Percibe la complejidad en la discusión de los problemas teológicos y propone a menudo, con agudeza, soluciones que recogen y expresan la verdad cristiana completa. Esto ha permitido a creyentes a través de los siglos hasta nuestros días servirse con gratitud de sus definiciones. Un ejemplo significativo en este sentido es la enseñanza de Isidoro sobre las relaciones entre vida activa y vida contemplativa.

Escribe: "Quienes tratan de lograr el descanso de la contemplación tienen que entrenarse antes en el estadio de la vida activa; de este modo, liberados de los residuos del pecado, serán capaces de presentar ese corazón puro que permite ver a Dios" (Diferencias II, 34, 133: PL 83, col 91A). El realismo de auténtico pastor le convence del riesgo que corren los fieles de vivir una vida reducida a una sola dimensión. Por este motivo, añade: "El camino intermedio, compuesto por una y otra forma de vida, resulta normalmente el más útil para resolver esas cuestiones, que con frecuencia se agudizan con la opción por un sólo tipo de vida; sin embargo, son mejor moderadas por una alternancia de las dos formas" (o.c., 134: ivi, col 91B). Isidoro busca la confirmación definitiva de una orientación adecuada de vida en el ejemplo de Cristo y dice: "El Salvador Jesús nos ofreció el ejemplo de la vida activa, cuando durante el día se dedicaba a ofrecer signos y milagros en la ciudad, pero mostró la vida contemplativa cuando se retiraba a la montaña y pasaba la noche dedicado a la oración" (o.c. 134: ivi).

A la luz de este ejemplo del divino Maestro, Isidoro ofrece esta precisa enseñanza moral: "Por este motivo, el siervo de Dios, imitando a Cristo, debe dedicarse a la contemplación, sin negarse a la vida activa. Comportarse de otra manera no sería justo. De hecho, así como hay que amar a Dios con la contemplación, también hay que amar al prójimo con la acción. Es imposible, por tanto, vivir sin una ni otra forma de vida, ni es posible amar si no se hace la experiencia tanto de una como de otra" (o.c., 135: ivi, col 91C). Considero que esta es la síntesis de una vida que busca la contemplación de Dios, el diálogo con Dios en la oración y en la lectura de la Sagrada Escritura, así como la acción al servicio de la comunidad humana y del prójimo. Esta síntesis es la lección que nos deja el gran obispo de Sevilla a los cristianos de hoy, llamados a testimoniar a Cristo al inicio del nuevo milenio.

Benedicto XVI