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San Tomás de Villanueva
Tomás García y Martínez de Castellanos nació en Fuenllana, aun cuando sus padres vivían normalmente en Villanueva de los Infantes (Ciudad Real, 1488), dentro de una familia de molineros que sabían distribuir el pan, en su más literal sentido, con los necesitados.

Esta lección constante de la limosna, aprendida desde la cuna, le acompañaría durante toda la vida a Tomás. En 1516 ingresó entre los ermitaños de San Agustín, en Salamanca. Consagrado a la predicación, más aún con el testimonio de su vida que con la palabra, se conservan aún seis volúmenes de sus sermones, que hacen ver "la enorme fatuidad" son sus palabras de los que pretenden resplandecer mucho con la lámpara de la cultura desprovista del óleo de la caridad.

Pero Dios quería que la lámpara de Tomás fuera colocada en un lugar más alto para que iluminara a mayor distancia en la casa del Señor: prior, provincial y comisario de su Orden, y finalmente arzobispo de Valencia (1545).

En todos estos pasos siguió entregando todo a todos y entregándose a sí mismo por medio de su predicación, de las constantes visitas a parroquias, hospitales y cárceles y abriendo su propio hogar a todos los necesitados. «Amad, ricos, a los pobres, hermanos vuestros, redentores vuestros», decía a todos aquellos que habían recibido algún talento y sentían la tentación de enterrarlo.

Y el santo arzobispo caminaba delante con su ejemplo llevado del «espíritu de caridad que le impulsó a entregarse constantemente por la iglesia». Cristo, María y los sacramentos eran el constante alimento que nutría tal espíritu.

Sintiendo ya la urgencia de la muerte, pidió a los que le atendían que se apresurasen en la distribución de los pocos bienes que le quedaban, llegando a desprenderse del propio lecho en que reposaba. Así, vacío del todo para llenarse de Dios, moría el 8 de septiembre de 1555.

Castellano de la tierra de Don Quijote, serio, obstinado, consciente, dulce e inflexible, Tomás de Villanueva es uno de esos espíritus maravillosos que en la época de Lutero hacen la Reforma al revés, con fidelidad a la Iglesia, con una caridad sin límites, con una enorme exigencia, primero consigo mismo y luego con los demás.

Deja la universidad por el claustro y se hace agustino, como Lutero, cambia la cátedra por el púlpito y resulta un predicador de fuego, pero sobrio, ajustado, exigente «Tomás no pide nunca, siempre ordena», decía de él el Emperador, que le quiso por consejero, valeroso y decidido, pero humilde en todas sus cosas.

Este hombre múltiple, como su siglo, lo hizo todo: profesor, predicador, místico, reformador, asceta, limosnero, quizá sea en esta última faceta como más se le recuerde, sobre todo desde que le obligaron a aceptar una dignidad arzobispal, la de Valencia, que puso en sus manos grandes medios económicos que se apresuró a gastar íntegramente no sin escándalo de los que le rodeaban.

¡Y la dignidad de un arzobispo? Su idea de la dignidad era otra, y antes de morir quiso haber repartido hasta el último céntimo, hasta el jergón en que descansaba su cuerpo enfermo: «No me moriré hasta que sepa que no me queda nada en este mundo», avisó, porque no quería irse sin su misión cumplida, darlo todo para hacerse pobre y desnudo ante Dios.

Pero quizá la anécdota que mejor retrata al agustino Tomás, el anti-Lutero, es su proceder con los que se rebelaban contra la Iglesia, encerrarse con ellos en su despacho de arzobispo y flagelarse las espaldas ante un crucifijo diciéndoles: «Hermano, mis pecados tienen la culpa de todo, es justo que sea yo quien sufra el castigo».