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San Eduardo III
Llamado el Confesor para distinguirle de su tío, el homónimo rey mártir, es el último de los monarcas anglosajones antes de la conquista normanda, el fundador de la abadía de Westminster donde aún se veneran sus restos. Fue antes que san Jorge el patrón de Inglaterra y de la familia real.

Su atributo es «el anillo que estuvo siete años en el Cielo»: para poner a prueba su caridad, san Juan Evangelista se disfrazó de mendigo y pidió limosna al rey, quien al tener vacía la bolsa le dio su anillo de oro. Al cabo de siete años, a un peregrino inglés que se encontraba en Palestina se le apareció san Juan y le dio el mismo anillo para que se lo entregase al rey, anunciándole que no tardaría en entrar en el Paraíso.

Pero más aún nos interesa el que fuese el Hamlet de la santidad, contemporáneo del también shakesperiano Macbeth: depuesto y asesinado su padre, vive en el destierro de Normandía desde los diez años, su madre se casa con el usurpador y le da un heredero que será rey, y su hermano Alfredo encuentra la muerte al tratar de reconquistar Inglaterra; hasta que a los cuarenta años la súbita muerte del hermanastro le permite ceñir la corona.

Shakespeare y Freud parecen entretejer estos bárbaros episodios de crueldad y pasiones desatadas, pero Eduardo se mueve en este sangriento clima con un espíritu cristiano que desconcierta a los historiadores; bondadoso y débil, dicen unos, santo en la firmeza, la misericordia y los afanes de paz, según otros.

Hasta el fin de sus días será un soberano ansioso de justicia y modelo de piedad. Su tremenda historia personal es un acicate para hacer el bien en las peores circunstancias, el espíritu de los Evangelios corrige a Shakespeare.