Viernes 28 de junio de 2024
TEXTOS
Libro II de los Reyes 25,1-12
El noveno año del reinado de Sedecías, el día diez del décimo mes, Nabucodonosor, rey de Babilonia, llegó con todo su ejército contra Jerusalén; acampó frente a la ciudad y la cercaron con una empalizada. La ciudad estuvo bajo el asedio hasta el año undécimo del rey Sedecías. En el cuarto mes, el día nueve del mes, mientras apretaba el hambre en la ciudad y no había más pan para la gente del país, se abrió una brecha en la ciudad. Entonces huyeron todos los hombres de guerra, saliendo de la ciudad durante la noche, por el camino de la Puerta entre las dos murallas, que está cerca del jardín del rey; y mientras los caldeos rodeaban la ciudad, ellos tomaron por el camino de la Arabá. Las tropas de los caldeos persiguieron al rey, y lo alcanzaron en las estepas de Jericó, donde se desbandó todo su ejército. Los caldeos capturaron al rey y lo hicieron subir hasta Riblá, ante el rey de Babilonia, y este dictó sentencia contra él. Los hijos de Sedecías fueron degollados ante sus propios ojos. A Sedecías le sacó los ojos, lo ató con una doble cadena de bronce y lo llevó a Babilonia. El día siete del quinto mes -era el decimonoveno año de Nabucodonosor, rey de Babilonia- Nebuzaradán, comandante de la guardia, que prestaba servicio ante el rey de Babilonia, entró en Jerusalén. Incendió la Casa del Señor, la casa del rey y todas las casas de Jerusalén, y prendió fuego a todas las casa de los nobles. Después, el ejército de los caldeos que estaba con el comandante de la guardia derribó las murallas que rodeaban a Jerusalén. Nebuzaradán, el comandante de la guardia, deportó a toda la población que había quedado en la ciudad, a los desertores que se habían pasado al rey de Babilonia y al resto de los artesanos. Pero dejó una parte de la gente pobre del país como viñadores y cultivadores.
Salmo 136
"Que la lengua se me pegue al paladar si no me acordara de ti."
Junto a los ríos de Babilonia, nos sentábamos a llorar, acordándonos de Sión. En los sauces de las orillas teníamos colgadas nuestras cítaras. R.
Allí nuestros carceleros nos pedían cantos, y nuestros opresores, alegría: «¡Canten para nosotros un canto de Sión!» R.
¿Cómo podíamos cantar un canto del Señor en tierra extranjera? Si me olvidara de ti, Jerusalén, que se paralice mi mano derecha. R.
Que la lengua se me pegue al paladar si no me acordara de ti, si no pusiera a Jerusalén por encima de todas mis alegrías. R.
Evangelio según San Mateo 8,1-4
En aquel tiempo, al bajar Jesús del monte, lo siguió mucha gente. En esto, se le acercó un leproso, se arrodilló y le dijo: "Señor, si quieres, puedes limpiarme." Extendió la mano y lo tocó, diciendo: "Quiero, queda limpio." Y en seguida quedó limpio de la lepra. Jesús le dijo: "No se lo digas a nadie, pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que mandó Moisés."
COMENTARIO
La lepra era una enfermedad terrible que excluía inmediatamente al enfermo de la comunidad de fe y de la sociedad de sus congéneres. Se tenía el gran temor de ser contagiado. El enfermo era sometido al aislamiento total, y tenía que ir por todas partes anunciando su enfermedad, gritando "¡impuro!", para que nadie se le acercara. Por eso llama la atención que el leproso de este episodio no grite "¡impuro!", sino que reconozca a Jesús como Señor y le pida que le limpie. La respuesta de Jesús es sanarle de su enfermedad. Pero le invita a cumplir con todas las normas prescritas por la ley para estos asuntos. De esta manera Jesús ayuda al enfermo a recuperar su dignidad. Ahora puede ser incorporado debidamente a la comunidad y a la sociedad.
Cuántas formas de exclusión y rechazo existen hoy en nuestro contexto social y cultural. La pobreza extrema, el racismo, el machismo, las pugnas religiosas... son otros tantos motivos de condenas y exclusiones. Si todos somos hijos de Dios, ¿por qué no nos aceptamos con nuestras diferencias y particularidades?
Pidámosle también nosotros al Señor que nos sane de nuestras enfermedades sociales de marginación y exclusión hacia los demás, y nos dé la capacidad de aceptar y reconocer en el otro a un hijo o hija de Dios que merece respeto y dignidad.
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