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Liturgia y Espiritualidad: Textos Litúrgicos
Sábado 1 de febrero de 2025

TEXTOS

Carta a los Hebreos 11,1-2.8-19
Hermanos: La fe es la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven. Por ella nuestros antepasados fueron considerados dignos de aprobación. Por la fe, Abraham, obedeciendo al llamado de Dios, partió hacia el lugar que iba a recibir en herencia, sin saber a dónde iba. Por la fe, vivió como extranjero en la Tierra prometida, habitando en carpas, lo mismo que Isaac y Jacob, herederos con él de la misma promesa. Porque Abraham esperaba aquella ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. También por la fe, Sara recibió el poder de concebir, a pesar de su edad avanzada, porque juzgó digno de fe al que se lo prometía. Y por eso, de un solo hombre, y de un hombre ya cercano a la muerte, nació una descendencia numerosa como las estrellas del cielo e incontable como la arena que está a la orilla del mar. Todos ellos murieron en la fe, sin alcanzar el cumplimiento de las promesas: las vieron y las saludaron de lejos, reconociendo que eran extranjeros y peregrinos en la tierra. Los que hablan así demuestran claramente que buscan una patria; y si hubieran pensado en aquella de la que habían salido, habrían tenido oportunidad de regresar. Pero aspiraban a una patria mejor, nada menos que la celestial. Por eso, Dios no se avergüenza de llamarse «su Dios» y, de hecho, les ha preparado una Ciudad. Por la fe, Abraham, cuando fue puesto a prueba, presentó a Isaac como ofrenda: él ofrecía a su hijo único, al heredero de las promesas, a aquel de quien se había anunciado: De Isaac nacerá la descendencia que llevará tu nombre. Y lo ofreció, porque pensaba que Dios tenía poder, aun para resucitar a los muertos. Por eso recuperó a su hijo, y esto fue como un símbolo.

Interleccional: Lc 1,69-75
"¡Bendito sea el Señor!"

Nos ha dado un poderoso Salvador en la casa de David, su servidor, como lo había anunciado mucho tiempo antes por boca de sus santos profetas. R.
Para salvarnos de nuestros enemigos y de las manos de todos los que nos odian. Así tuvo misericordia de nuestros padres y se acordó de su santa Alianza. R.
Se acordó del juramento que hizo a nuestro padre Abraham de concedernos que, libres de temor, arrancados de las manos de nuestros enemigos, lo sirvamos en santidad y justicia bajo su mirada, durante toda nuestra vida. R.

Evangelio según San Marcos 4,35-41 Al atardecer de aquel día, Jesús dijo a sus discípulos: «Crucemos a la otra orilla.» Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya. Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. Lo despertaron y le dijeron: «¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?» Despertándose, él increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio! ¡Cállate!» El viento se aplacó y sobrevino una gran calma. Después les dijo: «¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?» Entonces quedaron atemorizados y se decian unos a otros: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?»


COMENTARIO

Llegamos al último día de la tercera semana del Tiempo durante el Año u Ordinario. Recordemos que estamos leyendo la primera parte del Evangelio según San Marcos en la que se pregunta por la identidad de Jesús y que termina en 8,29 con la confesión de Pedro.

Hoy San Marcos nos dice que terminado el discurso en parábolas Jesús deja la orilla en la que estaba para dirigirse junto a sus discípulos/as a la otra orilla.

El mar de Galilea (o Lago de Genesaret, o de Tiberíades) es bastante profundo y capaz de enfurecerse de un momento a otro y eso es lo que pasa durante la travesía, se desata una tempestad que hace zozobrar las barcas. Cabe destacar que los israelitas no eran expertos navegantes y además según las tradiciones antiguas, también recogidas en la Biblia, el Mar es lugar de las potencias (demonios) enemigas de Dios, conocidas como los grandes monstruos marinos (ver Sal 89,11; 104,26; Job 40,15-32), a las cuales sólo Dios puede dominar.

En tanto, tal como Jonás en la tormenta (Jon 1,5), Jesús duerme tranquilamente mientras la tormenta azota a las barcas. Los discípulos llenos de miedo se extrañan de que Jesús esté durmiendo, lo despiertan y le reprochan: "¿No te importa que nos ahoguemos?" (v 39a). El Señor se levanta y con autoridad increpa al viento y al mar y los hace callar y guardar silencio (como demonios que son) y, entonces, sobreviene una gran calma. Ahora es Jesús quien reprocha a sus discípulos (as) su falta de fe, ellos todavía no saben, no entienden quién es Jesús y sólo manifiestan su temor ante el milagro obrado

Al calmar la tempestad y el viento, en el Evangelio de hoy, Jesús nos manifiesta que él es Dios, nos muestra cómo su poder es más fuerte que una tormenta amenazadora. Por eso, en primer lugar, podríamos decir que este episodio nos vuelve a llamar a poner nuestra confianza en el Señor, pues aunque en nuestra vida, pasemos por situaciones difíciles o turbulentas, debemos saber que, en medio de ellas, el Señor está presente, contra lo cual esas amenazas decaen.

En segundo lugar, se nos invita a que como Iglesia seamos contemplativos para responder satisfactoriamente a la pregunta "¿quién es este?" Ante el Señor, es más acertado admirar y adorar que explicar o especular.

Preguntémonos hoy: ¿Podemos sentirnos abandonados, solos, indefensos, cuando sabemos que Jesús es más fuerte que todo lo que pueda dañarnos? ¿Quién es Jesús para mí? ¿He vivido tormentas en mi vida? ¿He recurrido al Señor? ¿Le confío mi vida al Señor, mis alegrías y mis miedos, mis triunfos y mis fracasos?