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Espiritualidad Bíblica: Valores del Evangelio
5) Valores del Evangelio
5.1) Repartición


El área de la vida de la que vamos a tratar ahora abarca todo aquello relacionado con el dinero y con la posesión. Incluye todo lo que hoy se llama “patrón de vida”: el tipo de casa en que nosotros vivimos, el tipo de comida que comemos, la ropa que usamos y todos los otros bienes materiales que utilizamos. También incluye la compra venta de bienes y la manera cómo esos bienes son producidos, manufacturados y consumidos. El Espíritu de Jesús nos debe motivar en esta amplia área de la vida, tanto como en cualquier otra.

Una gran parte de los dichos y parábolas de los cuatro Evangelios, especialmente el de Lucas, se refieren al dinero y a las posesiones. Esto no se da por casualidad, sino porque el dinero y los bienes tenían gran importancia en el pensamiento de los contemporáneos de Jesús. Los fariseos son descritos como amantes del dinero (Lc 16, 14) y la mayoría de las personas, ricos y pobres, consideraban la posesión de una gran fortuna como una bendición de Dios. En otras palabras, el valor mundano aquí, por el cual las personas estaban luchando, era el de ser RICO, tener un “patrón de vida alto”.

Contra ese valor Jesús adoptó una posición inflexible: no se puede servir a ambos, a Dios y al dinero (Mt 6, 24). Es necesario escoger uno u otro, nadie puede tener ambos. Aquellos que escogen el dinero excluyen a Dios de hecho, aunque piensen que no lo hicieron. Aquellos que escogen el dinero se excluyen a si mismos del Reino. Son como camellos imaginando que pueden atravesar el ojo de una aguja (Mc 10, 25).

Jesús llama “ricos” a aquellos que escogen el dinero en vez de Dios. El no dice: “aquellos ricos que están presos de su dinero”, o “aquellos que se quedaron ricos por explotar a otros”. El simplemente condenó a cualquier persona que es rica, mientras continúa siendo rica. “Ay de aquellos que son ricos” (Lc 6, 24). La única calificación posible para esto que se encuentra en los Evangelios es la calificación implícita en la parábola de Lázaro y el hombre rico (Lc 16, 19-31). El hombre rico fue condenado al infierno por una sola razón: el era rico y permaneció rico, MIENTRAS HABIA UN MENDIGO EN EL UMBRAL DE SU PUERTA, o sea, mientras otras personas estaban en la miseria y hambrientas.

¿Qué deben hacer entonces los ricos? Deben simplemente dejar de ser ricos. Deben pasar por una conversión fundamental. Dejar el dinero y volverse hacia Dios. Necesitan desligarse de su riqueza y luego probarlo en la práctica, distribuyendo, compartiéndola con los necesitados. Jesús puso esto de forma muy simple y directa. Su consejo para los ricos es simple: “vende tus bienes y comparte el producto con los pobres” (Mt 6, 19-21; Lc 12, 33-34). Ha habido una tendencia de aplicar esto solamente a los religiosos, que hicieron voto de pobreza. Pero en el Evangelio, Jesús aplica esto a todos los que desean ser sus discípulos, a todos los que quieren seguirlo (y, está claro, tienen bienes para vender). El dice esto muy explícitamente en Lc 14, 33: “Ninguno de ustedes podrá ser mi discípulo sino se deshace de todos sus bienes”.

En tiempos de Jesús y en los primeros de la Iglesia, esta era una de las más importantes condiciones para hacerse cristiano, era parte del precio que se pagaba para ser discípulo (Lc 14, 28-33). Vemos a Zaqueo deshaciéndose de todo, excepto de aquello de lo que realmente necesitaba (Lc 19, 8). Vemos a los primeros cristianos vendiendo tierras y casas, y compartiendo el producto (Hc 2, 44-46; 4, 34; 5, 11). El valor evangélico aquí es el de REPARTIR. Y el objetivo de esa repartición no es simplemente probar nuestro despego de las cosas materiales; el objetivo de esa repartición es asegurar que los pobres sean alimentados, que cada uno pueda tener lo que necesita, y que nadie sufra necesidades. En otras palabras, repartir es simplemente el amor, la compasión y la justicia, vividas en el área del dinero y de los bienes. Si permaneciéramos indiferentes a las necesidades del pobre y del necesitado y si nos rehusaramos a repartir con ellos lo que tenemos no habremos aún comenzado a amar a nuestro prójimo o a practicar la justicia, y ciertamente no podremos decir que somos compasivos.

Nada en los evangelios ha sido tan claramente debilitado y diluido, como las enseñanzas de Jesús sobre el dinero y la repartición. El valor humano del dinero y el “alto patrón de vida” han obscurecido por completo el valor evangélico de repartir. La mayoría de los cristianos intenta poseer ambos: a Dios y al dinero. Pero, en la práctica, como Jesús dice: ello significa que veneran al dinero o aquello que denominan “patrón de vida”, en vez de Dios porque “no se puede servir a dos señores”.

Este es un obstáculo muy serio al progreso en la vida espiritual. Tantos de entre nosotros somos esclavos de nuestros bienes, de nuestro confort material, de nuestro “patrón de vida”. Muchas veces estamos dispuestos a sacrificar otras cosas, como tiempo y energía pero nuestro “patrón de vida” es sagrado. Y, mientras tanto, una de las experiencias más liberadoras en la vida espiritual es la experiencia de liberarnos de nuestro sentimiento de posesión, haciéndonos realmente desligados de las cosas materiales y repartiendo con los necesitados.

Esto no es sólo cuestión de “caridad para con los mendigos que están en nuestra puerta”. Es una cuestión de política y economía, de explotación capitalista, de estructuras que posibilitan al rico hacerse más rico mientras que el pobre se hace más pobre; es una cuestión de “patrones de vida” totalmente desiguales. La vida del Espíritu se refiere más a la calidad de nuestra vida que al patrón material de nuestro modo de vivir. La solidaridad para con el pobre es el centro de toda la espiritualidad bíblica.